Siempre he pensado que ir a ver las películas de Woody Allen es como abrir una bolsa de pipas. Algunas son más ricas que otras y de vez en cuando te toca una amarga, pero acabas comiéndote la siguiente. Asi que en cuanto vi en cartelera el nombre del octogenario director, me faltó tiempo para comprar la entrada.
Su última película está ambientada en un parque de atracciones de la Coney Island de los años 50. Kate Winslet y Jim Belushi (Ginny y Humpty), forman un matrimonio completamente anodino marcado por la desmotivación, el conformismo y un hartazgo mutuo. Ella, frustrada aspirante a actriz, trabaja en un restaurante del parque y su marido es encargado de manejar el tiovivo. Sus dos retoños tampoco se lo ponen nada fácil. El hijo pequeño de ambos tiene la pequeña manía de prenderle fuego a todo lo que pilla y Carolina, la atractiva hija de Humpty, reaparece en casa tras años de incomunicación, rogando que le proporcionen un escondite para escapar de su ex marido. La belleza y juventud de Carolina eclipsan por completo a Ginny, arrebatándole la única esperanza de escapar de su insulsa vida.
Los temas recurrentes de Allen moldean una vez más la historia: enredos amorosos, añoranza por el pasado, desencanto, frustración… Estados anímicos excelentemente maridados con la bella fotografía de Vittorio Storaro, el cual desliza sobre rostros y localizaciones tibias o saturadas luces, jugando con los momentos más dramáticos.
El reparto rezuma esencia Allen con una Winslet al borde del colapso, un bohemio y soñador Justin Timberlake, una cándida Juno Temple y un colérico Jim Belushi.
Geniales interpretaciones para un Woody que entretiene, pero Wonder Wheel no termina de enamorar.
Texto: Inés Arqued